Jomo Kwame Sundaram / Project Syndicate 4 Oct 2009
NUEVA YORK – Hay pocas dudas de que el verde será el color metafórico de preferencia de los líderes mundiales cuando se reúnan en la Cumbre del G-20 en Pittsburgh. La atención se centrará en convertir los "brotes verdes" de la recuperación en un "crecimiento verde" sostenible, impulsando "economías verdes" que vayan en la dirección del objetivo de proteger el clima mundial.
Los gobiernos de los países ricos están comenzando a enunciar en palabras lo que esto significará en términos de política, cambios de estilo de vida e inversiones necesarias para desarrollar fuentes de energía limpias. Sin embargo, para tener éxito,"un nuevo trato verde" tendrá que enfrentar algunos retos enormes en el mundo en desarrollo, donde los efectos del calentamiento global se sentirán primero y más fuerte, y donde el rápido crecimiento requiere una expansión masiva de energías de bajo coste.
Globalmente, más de 30 millones de toneladas de equivalentes del petróleo se consumen en forma de energía primaria cada día, equivalente a 55 kilowatts- hora por día por persona, mientras los países ricos consumen en promedio más del doble de esa cifra. Para muchos países en desarrollo la cifra es muy inferior a los 20 kwh; China está aún muy por debajo del promedio mundial, e incluso la mayoría de los mercados emergentes consumen menos de un tercio del promedio de varias economías avanzadas.
Los indicadores económicos tras las iniciativas para cerrar estas brechas energéticas son relativamente simples. Hasta un umbral de cerca de 100 kwh per cápita, el consumo de energía y los indicadores de desarrollo humano van de la mano. A los precios actuales, serían necesarios entre 10 y 20 dólares por persona por día para alcanzar ese umbral.
Esto pone la seguridad energética fuera del alcance no sólo de los más pobres, sino también de la mayoría de las personas en las economías emergentes. Gastar $10 por día en energía, por ejemplo, agotaría los ingresos per cápita de países como Angola, Ecuador y Macedonia. Por tanto, en el mundo en desarrollo se necesitan con urgencia grandes inversiones en servicios energéticos.
Con el fin de dar más energía para cumplir las metas del desarrollo sin acelerar el calentamiento global, debe haber un cambio a una nueva infraestructura energética que se construya alrededor de recursos renovables (de los cuales probablemente los más significativos sean la energía solar, la energía eólica y los biocombustibles), carbón más limpio y captura y almacenamiento de carbono.
El problema es que éstas son en la actualidad opciones mucho más costosas que las de sus alternativas con altas emisiones de carbono. A las autoridades de los países en desarrollo les preocupa que, si se las obliga a seguir este rumbo, los servicios energéticos modernos terminen fuera de alcance de los países, las familias y las comunidades pobres.
Las soluciones de mercado al reto del cambio climático presentan el muy serio riesgo de socavar los objetivos del desarrollo, precisamente porque apuntan a elevar el precio de los servicios energéticos con el fin de hacer las fuentes de energía renovables más atractivas a los inversionistas privados. De hecho, los elementos proteccionistas que se encuentran engarzados en estas propuestas las convierten decididamente en contrarias al desarrollo.
En consecuencia, lo que se necesita es una inversión pública masiva en suministro de energías más limpias, combinada en el corto plazo con subsidios adecuados para compensar los altos precios iniciales. Si se centra en las opciones tecnológicas más prometedoras (digamos, energía solar y eólica), una estrategia así permitiría una reducción temprana de los costos por unidad a través de innovación, capacitación y economías de escala, daría al sector privado señales claras, creíbles y atractivas, y estimularía la eficiencia en el uso de la energía.
El gran obstáculo es el acceso a fuentes de financiamiento previsibles y asequibles. Apoyar este gran impulso hacia las energías limpias en el mundo en desarrollo depende en gran medida de los gobiernos de los países ricos, ya que su prosperidad económica impulsada por las energías emisoras de carbono ha sido lo que nos ha puesto al borde de la catástrofe climática. Hasta ahora, los países ricos no han estado a la altura del reto; a pesar de los compromisos firmados en Kyoto, Bali y otros encuentros, los recursos comprometidos para la mitigación del cambio climático (para no hablar de adaptación) en los países en desarrollo han sido escasos y han estado mal enfocados.
La escala del apoyo necesario es comparable con el Plan Marshall, que comprometió un 1% del PGB de los Estados Unidos por año para ayudar a reconstruir Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, como ocurrió con el plan original, los beneficios de largo plazo de un compromiso así serán enormes.
Sin embargo, esta vez la carga no recaerá en un solo país, y ya hay disponible una mayor variedad de fuentes de financiamiento tradicionales e innovadoras para los programas de inversión necesarios en energía renovable y uso eficiente de la energía. Aún así, para aumentar la escala del apoyo multilateral será necesaria una gran reformulación de las finanzas internacionales.
En abril pasado, los líderes del G-20 aceptaron que invertir en una infraestructura que emita bajos niveles de carbono, en particular en cuanto a servicios energéticos, es clave para alcanzar un futuro en que la economía y el medio ambiente sean verdaderamente sostenibles. En Pittsburgh, con la urgencia que nos da la cuenta regresiva para adoptar un tratado que suceda al protocolo de Kyoto este diciembre en Copenhague, el G-20 tendrá una oportunidad real de demostrar que el color del dinero comprometido con las metas climáticas y de desarrollo es verdaderamente el verde.
Jomo K. Sundaram es subsecretario general para desarrollo económico en el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas.
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