MÓNICA SALOMONE
Es uno de los debates científico-ecológicos más acalorados: transgénicos sí o no. La guerra se presenta larga y dura. Unos los prohíben, otros apuestan por ellos. España, el país europeo donde más maíz ‘trans’ se cultiva, se ha convertido en el gran campo de batalla. ¿Qué está pasando realmente?
Llanuras del Guadalquivir, en los alrededores de Sevilla. Estamos en un pequeño campo de girasoles, organizado en varias parcelas. El polen amarillo se pega a las gotas de sudor. Alguien da unas palmadas y de entre las plantas parten piando decenas de pequeñas aves antes invisibles. Pero no es el único ruido ambiental: de algunas parcelas, cubiertas con finas redes blanquecinas, sale un zumbido constante. Abejas. Abejas obreras trabajando no sólo para su reina, sino para nosotros. Esto es un campo de producción de semillas de Monsanto, compañía líder mundial en el sector agrario y símbolo, también mundial, de la agricultura biotecnológica, la de los cultivos transgénicos, ésos sobre los que se libra desde hace más de una década una auténtica guerra social, económica y científica.
El conflicto atraviesa ahora una fase crucial. En los campos europeos sólo puede crecer un tipo de cultivo transgénico con fines comerciales: el maíz MON810. Su peculiaridad es que Monsanto le ha insertado un gen que lo convierte en venenoso para uno de los enemigos más feroces del maíz, la plaga del taladro. Después de 11 años cultivándose en Europa, el MON810 se enfrenta ahora a su renovación, o no, por parte de las autoridades europeas. La decisión es importante para España, el país europeo donde, con diferencia, más maíz transgénico se cultiva.
La guerra se plantea larga y complicada. Bando uno: los transgénicos serán esenciales para erradicar las hambrunas, aumentando el rendimiento del suelo y logrando además una agricultura sostenible. Bando dos: los transgénicos son tóxicos, destrozan las economías locales y el equilibrio ambiental. ¿Quién tiene razón? Entremos en el laberinto transgénico. Ojalá a la salida podamos decidir si tomar o no lecitina de soja transgénica.
Las abejas siguen con su trabajo: polinizar. Después Monsanto enviará las semillas a todo el planeta. A todo. Aquí nacen gran parte de las semillas de girasol, maíz y algodón que se cultivarán no sólo en Europa, sino también en otros continentes. Cuando en el hemisferio Sur es invierno, semillas de variedades sureñas viajan en avión hasta el Guadalquivir para ser multiplicadas en un clima adecuado, de forma que no se pierde tiempo y se cumple el ideal de toda gran empresa: máxima eficacia.
En otras palabras, esto de las semillas es un gran negocio global. En realidad, hoy en día casi todo lo referente a la agricultura lo es, y no sólo lo que envuelve al boom transgénico. Boom, sí, porque los cultivos transgénicos han pasado de ocupar 10 millones de hectáreas en seis países en 1997, a 125 millones de hectáreas en 25 países en 2008.
Los girasoles entre los que paseamos no son transgénicos, y sin embargo tienen mucho en común con los cultivos que sí lo son. Para empezar son, lo mismo que los transgénicos, plantas formateadas según las preferencias del agricultor y las condiciones ambientales, algo logrado tras largos años de investigación agronómica. Es decir, se parecen a un girasol salvaje tanto como un caballo de carreras a un mulo de granja. Como consecuencia, las semillas de estos girasoles están protegidas por estrictos derechos de propiedad intelectual, y por supuesto son más caras. Hay que comprarlas para cada siembra porque si se plantan las del año anterior no rinden igual, así que las semillas ni se guardan ni se intercambian con el vecino, prácticas habituales en la agricultura tradicional.
La ‘revolución verde’ fue la primera fase de la globalización de la agricultura; el proceso por el que, a lo largo del último medio siglo y en casi todo el planeta, el campo se fue tecnificando y explotando de forma intensiva. Gracias a ella, el suelo rinde mucho más, y hay más alimentos y más baratos. Pero todo tiene un precio. Una parte se paga en lo que algunos llamarían romanticismo: en esta era en que la fruta llega de los antípodas y hay naranjas todo el año, las entrañables granjitas locales del imaginario urbano quedan a años luz. Pero hay más. Los cultivos intensivos aumentan la contaminación química, la sobreexplotación de acuíferos y la salinidad del suelo. “Estas críticas [a la revolución verde] son válidas”, han escrito en la revista Science Robert E. Evenson y Douglas Gollin. Pero ¿de qué otra forma hubieran alimentado los países en desarrollo a una población en crecimiento explosivo?, se preguntan estos autores, que se basan en un informe del Grupo Consultivo sobre Investigación Agrícola Internacional, integrado por los 15 centros principales de investigación pública en cultivos esenciales. Para Evenson y Gollin, “no está claro” que hubiera habido alternativa a la revolución verde.
Los cultivos transgénicos vienen a ser el último capítulo de esta revolución. Un capítulo en el que las posturas sobre el modelo de agricultura a seguir chocan tan violentamente que brotan chispas. Para unos, sólo se podrá alimentar a los 8.000 millones que seremos en 2030 introduciendo los transgénicos, sobre todo teniendo en cuenta que la urbanización y el cambio climático recortarán suelo cultivable. Es más, será precisamente la biotecnología la que logre el ansiado equilibrio entre uso y preservación del medio: el control humano sobre los ecosistemas será tan perfecto que reparará incluso los daños que él mismo provoque. Los antitransgénicos, en cambio, advierten del grave riesgo de multiplicar los daños ambientales y sociales de la revolución verde, para la que sí ven alternativa: justamente, esas granjas locales.
En el primer bando, la mayoría de la comunidad científica y las organizaciones de Naciones Unidas para la alimentación y la salud (la FAO y la OMS). En el otro, las asociaciones ecologistas. ¿Y el público? El Eurobarómetro de 2005 muestra que sólo en siete países europeos, España entre ellos, los que están a favor de los transgénicos superan a los que se oponen. En cualquier caso hay matices, zonas de frontera… y sombras. Se debería poder tomar postura a la luz de datos, como cuánta comida produce cada tipo de agricultura; con qué costes; cuál es su impacto ambiental… Sin embargo, es información difícil de obtener.
La batalla de los datos. A ver, ¿se usan más o menos pesticidas y herbicidas con los transgénicos? ¿Cuánta riqueza generan, y para quién, estos cultivos? La organización ISAAA (Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agrobiotecnológicas) es la más citada a la hora de contabilizar el impacto de los transgénicos, pese a que no ocupa un punto equidistante entre posturas. El ISAAA defiende “el potencial de los cultivos biotecnológicos” y entre sus fuentes de financiación está la propia Monsanto. Según sus datos, los transgénicos han rendido mucho más y a un coste relativo más bajo.
Ese ahorro se debe en gran parte a que las plantas transgénicas necesitarían menos herbicidas y pesticidas. Pero no hay acuerdo al respecto, y no sólo por parte del bando ecologista. En opinión de Pere Puigdomenech, director del Centre de Recerca en Agrigenómica (CSIC) y blanco frecuente de organizaciones antitransgénicos –o sea, nada sospechoso de tener prejuicios contra la biotecnología–, la cuestión “está bastante enredada, ya que es difícil tener datos fiables y globales”.
Las plantas transgénicas actuales son sobre todo de dos clases: resistentes a plagas y tolerantes a herbicidas. En las primeras se ha insertado un gen que produce una toxina contra la plaga del taladro, así que estas plantas sintetizan ellas mismas el veneno contra este gusano que las devora por dentro. En cambio, la ventaja de las plantas tolerantes a herbicidas casi viene a ser la opuesta: el gen extra que se les ha introducido las vuelve indemnes a los productos contra las malas hierbas, de forma que pueden ser tratadas sin temor con grandes cantidades de herbicida.
“La lógica dice que en los cultivos resistentes a insectos se van a usar menos insecticidas, y en los tolerantes a herbicidas, más herbicidas”, explica Puigdomenech. “Si lo juntamos todo se crea confusión, que quizá es lo que se desea. Lo que yo he leído es que efectivamente se reduce el uso de insecticidas cuando se utilizan plantas resistentes a insectos, y esto reduce el riesgo de intoxicaciones de agricultores; también parece haberse incrementado el uso de un herbicida en concreto, el glifosato”.
Los cultivos tolerantes a glifosato –soja, maíz, colza, algodón y alfalfa– ocupan hoy el 63% de los cultivos biotecnológicos del planeta. Es el herbicida considerado menos tóxico. Pero el aumento en su uso está haciendo que proliferen malas hierbas resistentes. El fenómeno de las resistencias es normal en todo tipo de agricultura y se da con cualquier herbicida e insecticida, pero cuando tantas cosechas dependen de un único producto, éste puede perder eficacia.
En Argentina, por ejemplo, el país que ocupa el segundo lugar mundial en cultivos transgénicos tras EE UU y por delante de Brasil, hay una maleza que se ha vuelto resistente y causa estragos en la soja transgénica: el sorgo de alepo. Rosa Binimelis, investigadora de la Universidad Autónoma de Barcelona, presenció “cómo el problema iba creciendo, cómo se usaban cada vez más y más herbicidas para combatir el sorgo de alepo, con los consiguientes costes económicos y sociales”. Ahora se busca introducir nuevos transgénicos tolerantes a más herbicidas, algo que Binimelis desaprueba: “Es matar moscas a cañonazos”.
Pero volvamos a los campos de Monsanto en Sevilla. Hemos dejado atrás los girasoles y nos acercamos al maíz. ¡Por fin, el famoso MON810! El único cultivo transgénico comercial en Europa, y cuyo permiso ahora debe renovarse. La Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), la voz científica oficial al respecto, se pronunció a favor en julio; pero la decisión final no es científica sino política, y corresponde a la Comisión Europea. Deberá decidir en breve.
Las semillas europeas de MON810 se producen en la finca a unos metros de los girasoles. Aquí, entre el maíz, no hay abejas, porque es el viento el que poliniza. Arranca el polen del penacho que corona cada planta de maíz y lo transporta hasta las hebras de la mazorca, ésas que se ven como una especie de cabellera; atrapado el polen, cada hebra se convertirá en un minúsculo conducto hasta un óvulo.
“¿Ve? Son todos iguales, no es que uno tenga cuernos y el otro no… No se distinguen en nada”, explica Olivier Crassous, director de producción de la planta sevillana de semillas. Efectivamente, ni el más experto distinguiría entre un maíz no transgénico destinado a Galicia y su vecino de parcela MON810, preferido por los agricultores del Valle del Ebro. ¿Por qué esas diferencias entre agricultores? En Galicia no hay taladro; pero en el Valle del Ebro esta plaga puede partir la cosecha a la mitad. España es el país europeo donde más MON810 se cultiva: en 2008, 79.300 hectáreas frente a las 8.300 de la República Checa y 7.100 de Rumania. En Francia, Grecia, Hungría, Austria, Alemania y Luxemburgo han optado por prohibir su cultivo; Irlanda sigue por el mismo camino.
Así que estamos en el punto de mira. “España es el principal campo de batalla; todo el mundo se fija en lo que pasa aquí”, dice Binimelis. La parte positiva es que es aquí donde se han hecho los estudios más prolongados sobre coexistencia entre cultivos. Se trata de aclarar si el maíz transgénico se cruza en el campo con el convencional, un fenómeno que la propia UE, para disgusto de los investigadores en transgénicos, llama “contaminación”.
Viajamos a Girona, a la región de Foixá, con Enric Melé y Joaquima Messeguer, del Instituto de Investigación y Tecnología Agroalimentarias (IRTA) y autores de los estudios más importantes sobre coexistencia. Paramos entre dos campos de maíz y ellos sacan su equipo. Trituran un pedacito de hoja de maíz en un pequeño vial con un líquido, en el que sumergen algo parecido a un predictor. El dispositivo responde enseguida: sí, este maíz tiene el gen que produce la toxina contra el taladro. Estos investigadores llevan seis años haciendo esto mismo innumerables veces en las parcelas de Foixá, y han descubierto que basta una separación de unos 20 metros para que no haya cruces por encima del 0,9%, umbral establecido para etiquetar un alimento como transgénico.
¿Hay problemas de convivencia? “Nos ponemos de acuerdo para plantar de forma que la floración no coincida, y nos va bien”, dice Quim Paretas, propietario de un silo donde se secan tanto los maíces transgénicos como los convencionales, excepto el ecológico. ¿Juntos? “Claro. A los agricultores les da igual mezclarlos porque no son para consumo humano, sino para piensos. Todo el maíz se etiqueta como transgénico”. O sea: los animales comen pienso elaborado con transgénicos y etiquetado como tal, pero el consumidor no distingue la carne de un animal alimentado con transgénicos porque la etiqueta de esa carne no lo dice. Así que la pista de los transgénicos –y la posibilidad de que el consumidor los rechace– se pierde en los piensos animales.
A todo esto, ¿son los alimentos elaborados con transgénicos peligrosos para la salud, o no? Lo cierto es que, si sobre el uso de herbicidas o los efectos ambientales el debate científico continúa, en lo referido al efecto de los transgénicos sobre la salud casi no hay discrepancias. No ha habido hasta ahora trabajos científicos publicados en revistas con controles de calidad exigentes que hallen riesgos en los transgénicos hoy en el mercado. Esto, claro, puede cambiar en el futuro, y de hecho la EFSA sigue evaluando posibles nuevas pruebas.
Hay algo que molesta mucho a quienes cultivan transgénicos: que mientras que el único cultivo permitido en Europa es el maíz, sí se permite la entrada y consumo de soja transgénica. “Si podemos importar y consumir soja transgénica, ¿por qué no la podemos cultivar? Sin la soja transgénica la cabaña europea no tendría qué comer”, dice irritado Paretas. La guerra transgénica, en su opinión, se está exagerando: “Cuando digo que cultivo transgénicos me miran como si fuera un delincuente. Cuesta mucho explicarlo”. A él, el maíz transgénico le permite asegurar la cosecha. Sin más.
No en todas partes la convivencia entre agricultores es tan idílica como en Foixá. Los agricultores ecológicos españoles llevan años pidiendo un decreto que regule la separación entre cultivos transgénicos y convencionales. Hace unos meses la plataforma Som lo que sembrem presentó en el parlamento catalán 106.000 firmas en contra de los transgénicos en Cataluña.
La posibilidad de que las plantas transgénicas transfieran sus genes a otras variedades no preocupa sólo a los agricultores ecológicos. También puede convertirse en un problema a gran escala, por ejemplo si afecta a cultivos que dan de comer a cientos de millones de personas. Es el caso del arroz. Dentro de diez años China necesitará un 25% más de arroz para cubrir la demanda de su población, y ha apostado por la biotecnología: está a punto de aprobar la comercialización de arroz transgénico. Ahora bien, ¿qué pasa si este arroz transfiere a una mala hierba la tolerancia a un herbicida, por ejemplo? ¿Cómo combatir entonces esa mala hierba?
Esto se previene siguiendo unas normas básicas en los cultivos, dicen las compañías de semillas. Pero es difícil hacer respetar las reglas en países como India o China, donde la nueva tecnología aterriza sobre la agricultura local como un jumbo en una pista de avionetas. Prueba de ello fue la entrada en el mercado europeo, hace apenas dos años, de arroz transgénico ilegal chino. En Europa saltaron las alarmas sanitarias previstas, pero quedó claro que en China se cultivaban grandes extensiones de arroz transgénico antes incluso de su aprobación en el propio país.
En los laboratorios del IRTA unos platillos albergan minúsculas plantitas de arroz. No es un arroz cualquiera. A principios de esta década Melé y Messeguer participaron en un ambicioso proyecto europeo para producir un arroz resistente a insectos, que efectivamente consiguieron. “Tenía muchas ventajas”, explica Melé, pero “nunca ha salido del laboratorio”. Y es que tropezó con los estrictos requisitos legales –ensayos– que la UE impone a los transgénicos. Una normativa que, para muchos, tiene el curioso efecto de hacer el juego a las multinacionales. “Acaban siendo las únicas capaces de superar la burocracia europea”, comenta Messeguer. Paradoja: lo que los antitransgénicos ven como una barrera de contención ante el avance de las multinacionales, acaba reforzando su poder.
En cualquier caso, ¿qué peligro implica ese poder? ¿No lo tiene todo gran imperio en la economía global? Hay un riesgo: que pervierta las actuaciones de la propia comunidad científica. En 2001 el investigador Ignacio Chapela, de la Universidad de California en Berkeley (EE UU), publicó en Nature que las variedades autóctonas de maíz en México estaban contaminadas con maíz transgénico, lo que ponía en peligro la biodiversidad de esta especie. El trabajo fue criticado con una saña muy poco corriente. La periodista francesa Marie Monique Robin cuenta en su libro El mundo según Monsanto que la polémica fue espoleada por una empresa de marketing contratada por esta compañía.
Hay una crítica a los cultivos transgénicos difícil de rebatir: en sus doce años de existencia no han cumplido las expectativas respecto al mundo pobre. La tecnología se extiende cada vez a más países y no todos ricos, sí; pero ¿dónde están los cultivos resistentes a la sequía y la salinidad? ¿O los enriquecidos con nutrientes específicos? Las empresas aseguran que todo llegará. Pero “excepto algunas iniciativas aisladas, no hay programas importantes que aborden los problemas fundamentales de las personas pobres o que se centren en los cultivos y animales de los que éstas dependen”, dice el informe de la FAO Biotecnología agrícola: ¿una respuesta a las necesidades de los pobres?
Hasta ahora el avance transgénico se ha guiado más por intereses comerciales que por esa vieja promesa de combatir el hambre en el mundo. ¿Nos creemos, o no, que efectivamente son la mejor salida posible para un futuro difícil?
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