Project Syndicate / Jorge G. Castañeda
CIUDAD DE MÉXICO – Hace tres años este mismo mes, el presidente mexicano, Felipe Calderón, se calzaba el uniforme de fatiga militar y declaraba una guerra de gran escala contra la droga, enviando al ejército a las calles, autopistas y pueblos de México. En aquel momento, Calderón recibió un amplio respaldo, tanto internamente como en el exterior, por lo que se consideraba una decisión valiente, postergada y necesaria. Se predecía que en poco tiempo habría resultados tangibles.
Es más, el gobierno de George W. Bush se apuró a prometer un respaldo norteamericano –la llamada Iniciativa de Mérida, firmada en febrero de 2007- y las encuestas de opinión pública demostraban que Calderón, de una sola vez, había logrado dejar atrás las angustias de su estrecha y cuestionada victoria electoral, ganándose la confianza del pueblo mexicano. Pero hoy, las cosas se ven muy diferentes.
En un debate reciente en el que participaron, entre otros, Fared Zakaria de Newsweek y CNN, y Asa Hutchison, el ex director de la Agencia Antinarcóticos de Estados Unidos, el principal interrogante fue si había que culpar a Estados Unidos por la guerra contra la droga en México. Yo señalé que ni Estados Unidos ni México eran responsables; que la culpa era sólo de Calderón. De la misma manera que la invasión de Bush en Irak, la guerra contra la droga en México fue una guerra por elección. Fue una guerra que Calderón no debería haber declarado, que no se puede ganar y que le está causando un daño enorme a México.
Hoy en día, un creciente número de mexicanos comparte esta opinión. Mientras la guerra avanza lentamente, los resultados positivos brillan por su ausencia, mientras que la violencia en el país está en aumento. El 9 de diciembre, por ejemplo, según el periódico Reforma , 40 personas murieron en enfrentamientos armados entre la policía y las fuerzas armadas y los carteles de la droga. Este año solamente se registraron más de 6.500 víctimas, superando el total del año pasado, que fue el doble que en 2007.
Creo que Calderón declaró esta guerra porque sentía la necesidad de legitimarse ante el pueblo mexicano, en vista de las dudas en torno a su victoria en la elección presidencial de 2006 –dudas que sus seguidores, como yo, nunca compartimos-. Y creo que es una guerra que no se puede ganar porque no cumple con las premisas de la Doctrina Powell, elaborada hace 18 años por Colin Powell, por entonces presidente del Comando Mayor Conjunto de Estados Unidos, en relación a la primera Guerra del Golfo.
Powell enumeraba cuatro condiciones que deben cumplirse para tener éxito en una operación militar. Una era un despliegue de fuerza abrumadora, cosa que el ejército mexicano no tiene. Otra era una victoria definible, que nunca se puede tener en una guerra contra la droga (un término que fue utilizado por primera vez por Richard Nixon a fines de los años 1960). La tercera condición era una estrategia de salida desde el principio, que Calderón no tiene, porque no puede retirarse derrotado en su propio país, ni retirarse y declarar la victoria. Calderón todavía cuenta con el respaldo de la población –la cuarta condición de Powell-, pero está empezando a perderlo.
En los últimos tres años, más de 15.000 mexicanos murieron en la guerra contra la droga. Human Rights Watch, Amnistía Internacional y la Revisión por Pares Universal del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas han documentado, con mayor o menor evidencia y precisión, una proliferación de abusos y una ausencia de responsables por ellos. De las más de 220.000 personas arrestadas bajo cargos vinculados a la droga desde que Calderón asumió su cargo, las tres cuartas partes han quedado en libertad. Sólo el 5% de las restantes 60.000 aproximadamente ha sido juzgado y sentenciado.
Mientras tanto, la superficie de tierra utilizada para la producción de opio y marihuana ha aumentado, según el gobierno de Estados Unidos, a 6.900 y 8.900 hectáreas, respectivamente. Las restricciones al transbordo de cocaína desde Sudamérica a Estados Unidos prácticamente no causaron mella en los precios callejeros, que se dispararon en 2008 pero se estabilizaron en 2009 en niveles muy por debajo de sus picos históricos en los años 1990.
De acuerdo con el Informe sobre la Estrategia Internacional de Control de Narcóticos del gobierno de Estados Unidos (INCSR, por su sigla en inglés), los decomisos de opio, heroína y marihuana han disminuido desde que Calderón comenzó su guerra contra la droga, y la producción de droga en México está en aumento. En 2008, según el Departamento de Estado norteamericano, la potencial producción de heroína llegó a 18 toneladas métricas, de 13 toneladas métricas en 2006, mientras que la producción de goma de opio pasó de 110 toneladas métricas a 149 toneladas métricas. La producción de cannabis creció en 300 toneladas métricas en este período, alcanzando las 15.800 toneladas métricas. En otras palabras, desde que Calderón inició su guerra contra la droga, hay más drogas mexicanas en el mercado, no menos.
No hay una salida fácil de este lodazal. La Fuerza Policial Nacional que los últimos tres presidentes de México –Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Calderón- han intentado crear sigue muy lejos de poder reemplazar al ejército en las tareas de lucha contra la droga. La asistencia norteamericana, como dejó en claro un informe de la Oficina General de Contraloría de Estados Unidos a comienzos de diciembre, llega en cuentagotas. De hecho, según algunos registros, sólo el 2% de la ayuda proyectada de 1.300 millones de dólares ha sido desembolsada.
Quizá la solución menos mala sea proceder por omisión: dejar que la guerra contra la droga desaparezca gradualmente de las pantallas de televisión y de los diarios, y que otras guerras ocupen su lugar: la guerra contra la pobreza, contra los delitos menores y por el crecimiento económico. Esto puede no ser ideal, pero es mejor que prolongar una lucha que no se puede ganar.
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