Rebelión / Público 05-12-2009
Joaquim Sempere
En 2000 se creó una red internacional de científicos llamada Asociación para el Estudio del Pico del Petróleo (ASPO en sus siglas inglesas), que en 2005 lanzó la idea de un Protocolo de Agotamiento del Petróleo, conocido también como “protocolo de Rímini” o “de Uppsala”. ¿Conocen esa propuesta los gobiernos que van a reunirse en Copenhague? Se trata de una idea muy sencilla: los países importadores de petróleo acordarían reducir sus importaciones en un porcentaje anual y los países exportadores reducir su ritmo de exportaciones de acuerdo con otro porcentaje anual.
¿Cómo fijar esos porcentajes? Primero hay que calcular la tasa de agotamiento del petróleo. La tasa de agotamiento es igual a la cantidad anual que se está extrayendo y consumiendo dividida por el total que queda por extraer. El total que queda por extraer, o reservas, es la suma de las reservas restantes ya identificadas más lo que está previsto descubrir. Esta tasa se puede establecer a escala nacional o mundial.
Los países extractores y exportadores de crudo pueden calcular su tasa nacional de agotamiento como razón entre lo que extraen cada año y sus reservas propias. Estos países reducirían su ritmo de extracción y sus exportaciones de acuerdo con su tasa nacional de agotamiento. Por su parte, los países importadores reducirían su importación y consumo de acuerdo con la tasa mundial de agotamiento, que, como su nombre indica, es la razón entre lo que se extrae y consume cada año y las reservas que quedan en el mundo.
Si todos cumplieran este acuerdo, las economías de todos los países se verían obligadas a adaptarse paulatinamente –y de manera consensuada a escala planetaria– a un modelo energético postpetróleo, y lo harían a un ritmo tal que cuando el petróleo empezara a escasear, esas economías ya habrían alcanzado la completa sustitución del petróleo por otras energías.
Una ventaja de este protocolo es que no haría falta que todos los países lo ratificasen. El país que lo adoptara, aunque fuera unilateralmente, saldría beneficiado porque su adopción le obligaría a tomar medidas de transición energética que todo el mundo, tarde o temprano, tendrá que adoptar, y tomar la delantera sobre otros países le daría ventajas comparativas, al menos a plazo medio y largo, aunque a corto plazo tuviera que hacer inversiones costosas en energías alternativas. Además, lo haría sin perjudicar a los demás países, evitando generar hostilidad entre sus vecinos u otros países y soslayando así los peligros de guerra que parecen fatalmente asociados al oro negro.
Ya en enero-marzo de 2006 el periódico La Vanguardia publicaba un artículo de Richard Heinberg, miembro de ASPO, donde se describía esta propuesta, que se ha difundido en nuestro país sin merecer, según parece, demasiada atención. “Sólo un sistema cooperativo [así] de cuotas nacionales e internacionales –dice Heinberg en este artículo– evitará las crisis económicas y geopolíticas aún más extremas que de otro modo se producirán”.
No faltarán lectores escépticos ante la propuesta. Muchos pensarán que, si fuera tan fácil, ¿cómo no ha merecido más atención? A mi juicio la respuesta es doble. Por un lado, los intereses ligados al petróleo y al automóvil no pueden favorecerla, antes al contrario. Por otro lado, la transición energética requiere enormes inversiones a medio y largo plazo que el capital privado prefiere evitar (el capital privado sólo invierte cuando hay garantías de ganancias a corto plazo) y que los estados –económicamente adelgazados por decenios de neoliberalismo– no quieren ni pueden abordar. El resultado esperable es que la inercia y la táctica del “esperar y ver qué pasa” acaben imponiéndose.
Los estados, prisioneros de esquemas ideológicos que sólo reconocen como actores económicos a las grandes empresas, no se plantean implicar a la población para movilizar sus ahorros en proyectos energéticos domésticos favoreciendo, por ejemplo, las instalaciones solares térmicas y fotovoltaicas en casas particulares, o en sistemas domésticos de producción descentralizada de calor y electricidad con gas y cogeneración, que está recibiendo la atención de algunos gobiernos y empresas europeas. ¿Por qué no atreverse a apelar a la ciudadanía para que destine parte de sus ahorros a estos cambios, que mejoran el medio ambiente y a la larga rebajan la factura energética de los hogares? Algo así podría lograrse con incentivos –fiscales y de otro tipo– para una campaña popular de ahorro energético e instalación de energías renovables. ¿Acaso hay quien teme el poder económico que esto transferiría de las grandes empresas a los particulares?
Para quien se sonría por la ingenuidad de proponer acciones de autolimitación como el protocolo de Rímini, es oportuno recordar que el Gobierno actual de Ecuador se ha comprometido a renunciar a 5.000 millones de dólares de ingresos por petróleo, absteniéndose de extraer el crudo del Parque Nacional amazónico de Yacuní, a cambio de recibir del resto del mundo 2.000 millones en créditos para proyectos sostenibles en el país. (Gustavo Duch lo explicó desde estas páginas: véase “El petróleo, mejor bajo tierra”, 16-07-2009.) ¿Utopía irrealizable? No lo será tanto cuando el Gobierno alemán se ha comprometido ya a entregar 50 millones de euros anuales durante los 13 años que duraría la explotación si se realizase. Y los alemanes son gente seria, ¿o no?
El protocolo de Rímini se inspira en la misma filosofía que el proyecto de Yasuní: es mejor evitar daños que repararlos. Es mejor dejar el petróleo en el subsuelo que extraerlo y quemarlo. Es mejor pagar para prevenir que para curar. Señores del G-20: y ustedes, ¿qué llevan en sus carteras para la cumbre de Copenhague?
Joaquim Sempere es Profesor de Teoría Sociológica y Sociología Medioambiental de la Universidad de Barcelona
Fuente: Diario Público, 4 de diciembre, 2009. Página 10.
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