Por Mark Sommer
Más allá del etanol de maíz, hay que buscar energías que superen la oposición éticamente detestable entre combustible para los ricos o alimento para los hambrientos, dice en esta columna el periodista Mark Sommer.
ARCATA, California, 12 nov (Tierramérica).- Como un estudiante holgazán ante la inminencia de un examen final, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, afronta la crisis de los hidrocarburos estableciendo ambiciosas metas para producir anualmente 35 mil millones de galones de agrocombustibles para 2017.
El gobierno de Bush aprieta el acelerador en la producción de etanol, alarmado por el aumento del precio del petróleo, la inestabilidad en regiones ricas en hidrocarburos y la creciente competencia por esos recursos de potencias como China e India.
Pero, empujado por poderosos intereses, el presidente eligió el maíz para destilar etanol, una opción cara, ineficiente y destructiva.
El etanol no es intrínsecamente un mal negocio. Aunque ha estado en el tapete desde que Henry Ford lo consideró como el combustible para su modelo Ford T, la única nación que ha explotado su potencial práctico es Brasil.
Un amplio sector del transporte de ese país utiliza etanol refinado de la caña de azúcar, que llena los tanques de vehículos adaptados al uso de ese biocombustible, fabricados en el propio Brasil.
Con una eficacia energética ocho veces superior a la del alcohol carburante de maíz, el etanol brasileño habría conquistado por completo el mercado estadounidense si Washington no le hubiera aplicado un arancel aduanero de 54 centavos de dólar por galón (3,78 litros) para proteger los intereses de los maiceros estadounidenses.
En los últimos años, grandes empresas distribuidoras de alimentos como Cargill y Archer Daniels Midland han presionado a la Casa Blanca y al Congreso legislativo para obtener generosas subvenciones a la producción de maíz, que se suman a la barrera arancelaria de 54 centavos por galón.
El etanol de maíz resulta un mal negocio en muchos aspectos. Como antídoto al cambio climático su aporte es insignificante, dado que emite solamente 13 por ciento menos de gases de efecto invernadero que la gasolina.
Sus costos elevados son ya evidentes para 800 millones de personas que no tienen suficientes alimentos en el mundo. La presión ejercida por la demanda de etanol de maíz causó el año pasado en México un aumento de 50 por ciento en el precio de las tortillas, la base de la alimentación de los mexicanos.
China e India están comenzando a sufrir la inflación provocada por el encarecimiento del maíz y de la soja. Las existencias mundiales de alimentos se reducen a niveles en los cuales no será posible contrarrestar una gran hambruna como las que las sequías, las inundaciones y otros disturbios climáticos provocan cada vez con más frecuencia.
Pero el etanol de fuentes no alimentarias podría proporcionar significativos beneficios ambientales y económicos y evitar la oposición, éticamente detestable, entre combustible para los ricos o alimento para los hambrientos.
Por ejemplo, el etanol de celulosa, a su vez obtenida de desechos de madera y de pasturas, ofrece una alternativa potencial.
Considerado inicialmente hace una década, ha sido lento en desarrollarse por la escasez de capitales e investigaciones y por un obstáculo tecnológico sustancial para obtener de modo eficaz y económico la descomposición enzimática de la compleja cadena química de la celulosa a gran escala. Hasta hoy no se ha construido ninguna gran planta de etanol de celulosa y ese proceso enzimático sigue siendo más caro que el del maíz.
La clave para reducir los impactos económicos y ambientales del etanol consiste en usar desechos alimenticios y cultivos explícitamente dedicados a la producción de combustibles en tierras desgastadas o no apropiadas para otras formas de agricultura.
Hay una especie de justicia poética en replantar las Grandes Planicies de América del Norte con las resistentes pasturas originarias que alguna vez alimentaron a millones de búfalos. Pese a que este tipo de producción está muy atrás en subsidios y en inversiones respecto del maíz, el etanol de celulosa está comenzando a ganar impulso.
No hubo nada en las últimas décadas que haya generado en el sector privado tanto entusiasmo ni inversiones como esta producción, dice Keith Collins, economista jefe del Departamento de Agricultura de Estados Unidos.
Sin embargo, aunque el maíz sea finalmente reemplazado por la celulosa, seguiremos enfrentando el desafío de poner a los intermediarios del agronegocio, una de las fuerzas más potentes en el mundo, a tono con las necesidades humanas que están lejos de ser su prioridad.
Irónicamente, los altos precios de los alimentos no ayudan a los agricultores ni a los consumidores. Como decía una balada popular en tiempos de la Depresión en Estados Unidos, el intermediario es el que se lleva todo.
El alimento debe estar sobre todo al servicio de un derecho humano, y no ser una simple materia prima que se comercia a expensas de aquellos que no pueden permitírsela. Debemos tomar conciencia de esto y estructurar un sistema de producción de combustibles y de alimentos más inspirado en valores humanos que en el interés de los accionistas.
* El autor es columnista y director del premiado programa radial A World of Possibilities. Derechos reservados IPS.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario