Robbert Zoellick
8 de noviembre de 2010
Con temas relativos a la guerra de divisas y a los desacuerdos con respecto a la política de expansión cuantitativa de la Reserva Federal de los Estados Unidos, la cumbre del grupo de las 20 economías principales (G-20) que se llevará a cabo esta semana en Seúl se perfila como la prueba más reciente de cooperación internacional. Por eso cabe preguntarse: ¿cooperación, pero con qué propósito?
Cuando el G-7 probó la coordinación económica en la década de 1980, en los acuerdos del Plaza y del Louvre la atención se centró en los tipos de cambio. Sin embargo, los fundamentos de política eran más profundos. La administración Reagan, orientada por James Baker, entonces secretario del Tesoro, quería resistirse a un aumento brusco del proteccionismo por parte del Congreso, como el que se observa en la actualidad. En consecuencia, combinó la coordinación de divisas con el lanzamiento de la ronda Uruguay que dio origen a la Organización Mundial del Comercio (OMC) y con el impulso del libre comercio que condujo a los acuerdos con Canadá y México. El liderazgo internacional se combinó con las políticas internas para impulsar la competitividad.
Como parte de este planteamiento de conjunto, se suponía que los países del G-7 abordarían los aspectos fundamentales del crecimiento —lo que hoy día constituye el programa de reforma estructural—. Por ejemplo, la Ley de Reforma Tributaria de 1986 amplió la base de generación de ingresos y al mismo tiempo rebajó tasas marginales del impuesto sobre la renta. James Baker trabajó con sus colegas del G-7 y con las autoridades de los bancos centrales para orquestar la cooperación internacional con el propósito de generar confianza en el sector privado.
La historia siguió su curso después de las enormes transformaciones de 1989 y aún se sigue debatiendo sobre la experiencia de la década de los ochenta, pero este planteamiento fue significativo por la combinación de reformas a favor del crecimiento, la apertura comercial y la coordinación de los tipos de cambio.
¿Cómo sería un planteamiento semejante hoy día? En primer lugar, para centrar la atención en los aspectos fundamentales, un grupo clave de países del G-20 debería ponerse de acuerdo en programas paralelos de reformas estructurales, no sólo para reequilibrar la demanda, sino para impulsar el crecimiento. Por ejemplo, se supone que el próximo plan quinquenal de China trasladará la atención de las industrias de exportación a nuevas actividades internas y al sector de servicios, prestará más servicios sociales, y pasará del financiamiento a empresas estatales oligopólicas al financiamiento con destino a empresas que impulsarán la productividad y la demanda interna.
Con un nuevo Congreso, Estados Unidos deberá abordar el tema del gasto estructural y el rápido aumento de la deuda, que constituirán un gravamen para el crecimiento futuro. El presidente Barack Obama también ha mencionado planes para impulsar la competitividad y reactivar los acuerdos de libre comercio.
Estados Unidos y China podrían acordar medidas específicas, que se refuercen mutuamente, para impulsar el crecimiento. Sobre esa base, ambos países podrían también convenir en una vía para la apreciación del renminbi, o en una medida dirigida a adoptar bandas amplias para los tipos de cambio. Estados Unidos, por su parte, podría asumir el compromiso de resistirse a la aplicación de medidas comerciales de desquite o, mejor aún, promover acuerdos para abrir los mercados.
En segundo lugar, otras economías importantes, comenzando por el G-7, deberían convenir en no intervenir sus monedas, salvo en circunstancias excepcionales aceptadas por las demás economías. Otros países del G-7 podrían fomentar la confianza comprometiéndose también a llevar a cabo planes de crecimiento estructural.
En tercer lugar, estas medidas ayudarían a las economías emergentes a ajustarse a las asimetrías en los procesos de recuperación, al apoyarse en tipos de cambio flexibles y políticas monetarias independientes. Algunas economías tal vez necesitarán herramientas para afrontar los flujos de capitales itinerantes. El G-20 podría elaborar lineamientos para tales medidas.
En cuarto lugar, el G-20 debería respaldar el crecimiento centrando la atención en los escollos por el lado de la oferta que existen en los países en desarrollo. Estas economías ya están aportando la mitad del crecimiento mundial, y su demanda de importaciones está aumentando a un ritmo dos veces más rápido que el de las economías avanzadas. El G-20 debería apoyar de manera especial a los sectores de infraestructura y agricultura, y la formación de una fuerza de trabajo saludable y calificada. El Grupo del Banco Mundial y los bancos regionales de desarrollo podrían ser los instrumentos para crear múltiples polos de crecimiento futuro a partir del desarrollo del sector privado.
En quinto lugar, el G-20 debería complementar este programa de recuperación del crecimiento con un plan para establecer un sistema monetario cooperativo que refleje las nuevas condiciones económicas. Este nuevo sistema probablemente deba incluir al dólar, el euro, el yen, la libra y un renminbi que avance hacia la internacionalización y luego a la liberalización de la cuenta de capital.
El sistema también debería considerar el oro como un punto de referencia internacional de las expectativas del mercado acerca de la inflación, la deflación y el valor futuro de las divisas. Aunque en los libros de texto se considere al oro como dinero antiguo, hoy los mercados lo están utilizando como un activo monetario alternativo.
La creación de un sistema monetario que reemplace al "Bretton Woods II", puesto en marcha en 1971, va a tomar tiempo. Pero debemos comenzar. El alcance de los cambios que se han producido desde 1971 ciertamente se corresponde con los ocurridos entre 1945 y 1971, que impulsaron el paso del Bretton Woods I al Bretton Woods II. Una labor realizada con seriedad debería incluir la posible modificación de las reglas del Fondo Monetario Internacional a fin de revisar las políticas sobre capital y cuenta corriente, y relacionar las evaluaciones monetarias del FMI con las obligaciones de la OMC de no utilizar las políticas monetarias para eliminar concesiones comerciales.
Este planteamiento con respecto a la cooperación económica va más allá del reciente diálogo del G-20, pero las ideas son prácticas y viables, y no son radicales. Además, tiene ventajas evidentes. Ofrece un programa monetario y de crecimiento que se asemeja a las reformas del sector financiero del G-20. Podría basarse en la adopción oportuna de medidas adicionales, combinadas con acciones creíbles que podrían realizarse a lo largo del tiempo, lo que permitiría llevar a cabo un diálogo político en cada país. Y también podría contribuir a restablecer la confianza del público y de los mercados, que seguirá sometida a tensiones durante 2011. Tal vez lo más importante es que este planteamiento podría hacer que los gobiernos se adelantaran a los problemas en lugar de tener que reaccionar ante las tormentas económicas, políticas y sociales.
¿Al mando o a la deriva? Lo que decida el G-20 podría determinar si la cooperación multilateral puede lograr o no una sólida recuperación económica.
El autor es el presidente el Grupo del Banco Mundial y se desempeñó en el Tesoro de los Estados Unidos entre 1985 y 1988
Este artículo fue publicado en Financial Times.
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