2010-06-04
BRUSELAS – El Banco Mundial, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) y la Secretaría de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) han presentado recientemente siete “Principios para una inversión agrícola responsable”. Dichos principios van encaminados a velar por que las inversiones en gran escala en tierras den como resultado situaciones favorables para todas las partes, que beneficien tanto a los inversores como a las comunidades afectadas, pero, pese a ser bienintencionados, esos principios son terriblemente inadecuados.
Hace varios años que los inversores privados y los Estados empezaron a comprar y alquilar millones de hectáreas de tierras de cultivo en todo el mundo para garantizar su abastecimiento doméstico de alimentos, materias primas y biocombustibles o para obtener subvenciones por el almacenamiento de carbono mediante plantaciones. Los inversores occidentales, incluidos bancos y fondos de cobertura de Wall Street, ven ahora las inversiones directas en tierras como un refugio seguro en un ambiente financiero, por lo demás, turbulento.
El alcance de ese fenómeno es enorme. Desde 2006, entre 15 y 20 millones de hectáreas de tierras de cultivo, el equivalente de toda la superficie cultivable de Francia, han sido objeto de negociaciones por parte de inversores extranjeros.
Los riesgos son considerables. Con demasiada frecuencia, conceptos como los de “tierras de reserva agrícola” o “tierras incultas” son objeto de manipulación, pues a veces se usan para designar tierras de las que depende el sustento de muchos y que están sujetas a derechos consuetudinarios muy antiguos. La prescripción de que se hagan desahucios sólo para “fines públicos” válidos, con una compensación justa y tras la consulta a los afectados, resulta más violada que observada.
En África, las tierras rurales están consideradas por lo general de propiedad estatal y los gobiernos actúan para con ellas como si fueran suyas. En América Latina, la distancia entre los grandes terratenientes y los pequeños agricultores está aumentando. En el Asia meridional muchas poblaciones se están viendo expulsadas actualmente de sus tierras ancestrales a fin de hacer sitio para grandes plantaciones de aceite de palma, zonas económicas especiales o proyectos de reforestación.
El conjunto de principios propuestos para contrarrestar ese fenómeno sigue siendo puramente voluntario, pero lo que hace falta es insistir en que los gobiernos cumplan plenamente con sus obligaciones en materia de derechos humanos, incluido el derecho a los alimentos, el derecho de todos los pueblos a disponer libremente de su riqueza y recursos naturales y el derecho de no verse privado de los medios de subsistencia. Como dichos principios no tienen en cuenta los derechos humanos, desatienden la dimensión esencial de la rendición de cuentas.
También hay una clara tensión entre la cesión de tierras a inversores para la creación de grandes plantaciones y el objetivo de redistribuir la tierra y garantizar un acceso más equitativo a ella. Los gobiernos se han comprometido repetidas veces con esos objetivos: la ocasión más reciente fue en la Conferencia Internacional sobre la Reforma Agraria y el Desarrollo Rural, celebrada en 2006.
El problema subyacente es más profundo que la formulación de dichos principios. El fomento de la inversión en tierras en gran escala se basa en el convencimiento de que, para luchar contra el hambre, hay que intensificar la producción de alimentos y de que el abastecimiento se ha quedado rezagado por una falta de inversión en la agricultura. Así, pues, si se puede atraer la inversión a la agricultura, se debe acogerla con beneplácito y, sean cuales fueren las normas que se impongan al respecto, deben alentarla, no disuadirla.
Pero tanto el diagnóstico como el remedio son incorrectos. El hambre y la malnutrición no son primordialmente consecuencia de una insuficiente producción de alimentos, sino de la pobreza y la desigualdad, en particular en las zonas rurales, donde aún reside el 75 por ciento de los pobres del mundo.
En el pasado, el desarrollo agrícola ha concedido prioridad a las formas capitalizadas y en gran escala de agricultura y ha desatendido a las pequeñas explotaciones, que alimentan a las comunidades locales, y los gobiernos no han protegido a los trabajadores agrícolas de la explotación en un ambiente cada vez más competitivo. No debe extrañar que las pequeñas explotaciones y los trabajadores agrícolas representen, juntos, el 70 por ciento de quienes no pueden alimentarse suficientemente en la actualidad.
Acelerar el cambio hacia las formas de agricultura en gran escala y muy mecanizada no resolverá el problema. De hecho, lo empeorará. Las explotaciones mayores y mejor equipadas son muy competitivas, en el sentido de que pueden producir para los mercados a bajo costo, pero también crean costos sociales que no se tienen en cuenta en el precio de mercado de su producción.
En cambio, las pequeñas explotaciones producen con mayor costo. Con frecuencia son muy productivas por hectárea, pues aprovechan al máximo el uso del suelo y logran la mejor utilización complementaria de las plantas y los animales, pero la forma de agricultura que practican, que depende menos de los insumos exteriores y la mecanización, requiere gran intensidad de mano de obra.
Si las pequeñas explotaciones compiten con el mismo mercado que las grandes, pierden. Sin embargo, prestan servicios inestimables, desde el punto de vista de la preservación de la diversidad agraria y biológica, la resistencia de las comunidades locales a las fluctuaciones de los precios o los episodios relacionados con el tiempo atmosférico y la conservación medioambiental.
La llegada de la inversión en gran escala a la agricultura alterará la relación entre esos mundos agrícolas. Exacerbará una competencia muy desigual y podría causar alteraciones sociales en masa en las zonas rurales del mundo.
Desde luego, la inversión agrícola se debe desarrollar responsablemente, pero, si bien muchos han visto los temores provocados por las subidas bruscas de los precios de los alimentos en los últimos años como una oportunidad para la inversión, no se deben confundir las oportunidades con las soluciones.
Para relanzar la agricultura en el mundo en desarrollo, harían falta unos 30,000 millones de dólares al año, lo que representa el 0,05 por ciento del PIB mundial, pero cuánto se invierta en la agricultura importa menos que el tipo de agricultura que apoyemos. Al apoyar una mayor consolidación de los monocultivos en gran escala en manos de los agentes económicos más poderosos, corremos el riesgo de agrandar aún más la distancia que la separa de la agricultura familiar y en pequeña escala e impulsar un modelo de agricultura industrial que ya causa una tercera parte de las emisiones de gases causantes del efecto de invernadero en la actualidad.
Es lamentable que, en lugar de estar a la altura del imperativo de desarrollar la agricultura de un modo que sea social y medioambientalmente más sostenible, actuemos como si se pudiera acelerar responsablemente la destrucción del campesinado mundial.
Copyright: Project Syndicate, 2010.
www.project-syndicate.org
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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