Project Syndicate Denise Dresser, 2011-04-12
El presidente mexicano Felipe Calderón finalmente logró lo que quería: la renuncia del embajador de Estados Unidos, Carlos Pascual. Mató al mensajero por incomodar al presidente al criticar la “guerra contra las drogas“ que él desató cuatro años atrás. Las críticas -contenidas en cables secretos, difundidos por Wikileaks- también molestaron al Ejército. El embajador dijo que las fuerzas armadas no suelen actuar con la eficacia o la rapidez necesarias y demuestran una gran aversion al riesgo. También denunció que las agencias de seguridad emplean más tiempo compitiendo entre ellas que confrontando al crimen organizado. Pascual perdió su trabajo por hacerlo bien, por decir la verdad que el presidente no quiere encarar y su gobierno preferiría que no fuera cierta.
Pero la verdad recalcitrante que el diplomático reveló se asoma día tras día a pesar del número de capos arrestados, y la cantidad de armas y cocaína confiscada. México no está ganando la guerra contra el narcotráfico y el crímen organizado. La renuncia obligada del embajador estadounidense no puede ocultar los 34,000 muertos, el ascenso en la adicciones, la escalada de las ejecuciones, el incremento de los secuestros, la intransigencia de la impunidad.
La narrativa oficial es que la violencia es una consecuencia inevitable. Pero otros países han logrado prevenir que bandas de narcotraficantes desaten su furia sobre la población civil. Y, mientras a los mexicanos se les dice que la violencia se trata tan solo de capos destazándose entre sí, en realidad las ejecuciones rebasan el mundo del narcotráfico, Y se les exhorta a denunciar a los malosos, cuando 98.5 por ciento de los crímenes en el país jamás son resueltos. Una encuesta reciente demuestra que 59 por ciento de la población cree que el gobierno está perdiendo la guerra que emprendió, mientras solo 23 por ciento apoya la ruta actual.
Como advierte Sun Tzu en El Arte de la Guerra, toda guerra entraña la decepción y vaya que México es víctima de ella. El gobierno mexicano no ha sido honesto con la población del país sobre la enormidad de los retos que enfrenta. Los errores contraproducentes que ha cometido. El tipo de ayuda estadounidense que ha solicitado. El grado de colaboración que ha exigido. El número de agentes norteamericanos que ha permitido. Y de allí las contradicciones, las evasiones, las incongruencias que demuestran los miembros del equipo de Felipe Calderón. Todos demandan que Estados Unidos asigne más recursos, más atención, más importancia a la guerra de Felipe Calderón, pero reculan cuando esa ayuda se hace pública.
En semanas recientes, el gobierno mexicano no ha sido capaz de explicar por qué autorizó vuelos de aviones espías no tripulados sobre su territorio para tareas de inteligencia.
Y al mismo tiempo que Calderón insiste en que Estados Unidos asuma sus responsabilidades bilaterales, demanda que le sea entregada la cabeza del embajador por revelar las fallas de la guerra que promovió.
La postura contradictoria de Calderón está enraizada en los hábitos reflexivos de una clase política entrenada para ganar puntos politicos pateando a los Estados Unidos. El president(E) mexicano, también ha buscado refugio bajo el paraguas del patriotismo, entre los pliegues de la bandera nacional, y detrás de las diatribas pronunciadas en nombre de la soberanía. Acusa a Estados Unidos de intromisión, después de que ha sido asiduamente pedida por su propio gobierno. Critica a Estados Unidos de intervención, después de que ha sido solicitada. Acusa a Carlos Pascual de ser “Proconsul”, después de que las autoridades mexicanas – por incompetencia o irresponsabilidad – le han asignado ese papel. Destaza al embajador Pascual por su “ignorancia”, después de que envía cables que contienen diagnósticos acertados. Duros de leer pero difíciles de contradecir.
Más que matar al mensajero, Felipe Calderón debería reflexionar sobre los mensajes que envió. Contienen todo aquello que debería llevarlo a repensar la guerra y los términos en los cuales la está librando. A rectificar la estrategia que hasta el momento ha aumentado la violencia sin disminuir el narcotráfico. A replantear la relación con Estados Unidos sobre bases más honestas, consigo mismo y con sus compatriotas. A redefinir el “éxito” de su ofensiva para que la prioridad sea la reducción de las ejecuciones. Porque si no hace eso, poco importará si Calderón consiguió la cabeza de Carlos Pascual, si obtuvo aplausos cortoplacistas, si impuso su voluntad.
Mañana, cuando el “gringo feo haya empacado sus maletas, Ciudad Júarez seguirá siendo la ciudad más insegura del mundo. La tasa de homicidios seguirá creciendo de manera alarmante. Las instituciones de seguridad pública seguirán siendo incapaces de prevenir, detectar, investigar o sancionar la gran mayoría de los hechos violentos que atemorizan al país. El gobierno mexicano seguirá pidiendo la ayuda del gobierno estadounidense de manera surrepticia, y negándolo cuando salga a la luz.
El mensaje es claro: si los mexicanos no acabamos con esta guerra – tan mal concebida, tan mal librada, tan mal explicada – acabará con nosostros. Y no se necesita leer los cables de Carlos Pascual para entenderlo.
Denise Dresser es profesora de Ciencia Política en el Instituto Tecnológico Autónomo de México.
jueves, abril 14, 2011
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