Bjørn Lomborg / Project Syndicate
2010-08-11
COPENHAGUE – Imaginemos que dentro de 70 u 80 años una gigantesca ciudad portuaria –Tokio, pongamos por caso– quedara anegada por niveles del mar de cinco metros o más. Millones de habitantes correrían peligro, junto con billones de dólares de infraestructuras.
Esa clase de perspectiva atroz es exactamente aquella en la que piensan los evangelistas del calentamiento planetario, como Al Gore, cuando advierten que debemos adoptar “medidas preventivas en gran escala para proteger la civilización humana tal como la conocemos”. La retórica puede parecer extremosa, pero, habiendo tanto en juego no cabe duda de que está justificada. Sin una operación mundial en gran escala y extraordinariamente bien coordinada, ¿cómo podríamos afrontar aumentos del nivel del mar de ese orden de magnitud?
Es que ya lo hemos hecho. En realidad, estamos haciéndolo ahora mismo. Desde 1930, una retirada excesiva de aguas subterráneas ha hecho que Tokio se haya hundido nada menos que cinco metros y en algunos años algunas de las partes más bajas del centro de la ciudad se hunden treinta centímetros anualmente. Un hundimiento similar ocurrió a lo largo del siglo pasado en una gran diversidad de ciudades, incluidas Tianjin, Shanghai, Osaka, Bangkok y Yacarta. En todos los casos, la ciudad ha logrado protegerse de semejantes aumentos del nivel del mar y ha prosperado.
La cuestión no es la de que podamos o debamos pasar por alto el calentamiento planetario, sino la de que debemos desconfiar de las predicciones hiperbólicas. Lo más frecuente es que los que parecen cambios espantosos del clima y la geografía resulten ser en realidad llevaderos... y en algunos casos benignos incluso.
Pensemos, por ejemplo, en las conclusiones de los científicos del clima Robert J. Nicholls, Richard S.J. Tol y Athanasios T. Vafeidis. En una investigación financiada por la Unión Europea, estudiaron cuáles serían las repercusiones en la economía mundial, si el calentamiento planetario originara un desplome de toda la capa de hielo del Antártico Occidental. Un acontecimiento de semejante magnitud probablemente haría que el nivel de los océanos subiera tal vez unos seis metros a lo largo de los cien próximos años: precisamente aquello a lo que se refieren los activistas ecologistas cuando avisan sobre posibles calamidades propias del fin del mundo, pero, ¿de verdad sería tan calamitoso?
Según Nicholls, Tol y Vafeidis, no. Aquí van los datos: un aumento de un poco más de seis metros de los niveles del mar (que, por cierto, representa unas diez veces más que las previsiones del grupo del clima de las Naciones Unidas, en el peor de los casos) inundaría unos 25.000 kilómetros cuadrados de costas, donde actualmente viven más de 400 millones de personas. Se trata de mucha gente, desde luego, pero no de toda la Humanidad. De hecho, equivale a menos del seis por ciento de la población del mundo, es decir, que el 94 por ciento de la población no quedaría inundado y la mayoría de los que viven en las zonas inundadas nunca se mojarían los pies siquiera.
Se debe a que la inmensa mayoría de esos 400 millones de personas residen en ciudades, donde se podría protegerlas con relativa facilidad, como en Tokio. A consecuencia de ello, sólo habría que desplazar a quince millones de personas y, además, a lo largo de un siglo. En total, según Nicholls, Tol y Vafeidis, el costo de afrontar esa “catástrofe” –en caso de que los políticos no vacilaran, sino que aplicasen políticas atinadas y coordinadas– ascendería a unos 600.000 millones de dólares al año, es decir, menos del uno por ciento del PIB mundial.
Esa cifra puede parecer asombrosamente pequeña, pero es sólo porque tantos de nosotros hemos aceptado la opinión generalizada de que carecemos de capacidad para adaptarnos a grandes aumentos de los niveles del mar. No sólo tenemos esa capacidad, sino que, además, lo hemos demostrado muchas veces en el pasado.
Nos guste o no, el calentamiento planetario es real, está producido por el hombre y debemos hacer algo al respecto, pero no afrontamos el fin del mundo.
La ciencia del clima es una disciplina sutil y diabólicamente enrevesada y que raras veces da pronósticos inequívocos ni prescripciones concretas y, después de veinte años de mucho hablar sobre el calentamiento planetario y hacer poquísimo, es de esperar cierto grado de frustración. Existe un comprensible deseo de cortar por entre la palabrería y sacudir a la gente por los hombros.
Lamentablemente, intentar aterrorizar a la gente no sirve de gran ayuda. Sí, una estadística llamativa, combinada con cierta prosa hiperbólica, nos hace prestar atención, pero no tardamos en quedar insensibilizados, por lo que necesitamos hipótesis aún más espantosas para que nos movamos. Al hincharse más las historias alarmistas, ocurre lo mismo con la probabilidad de que queden en evidencia como las exageraciones que son... y el público acabará desinteresándose de todo el asunto.
Ésa puede ser la explicación de los datos de encuestas recientes de opinión, según las cuales la preocupación pública por el calentamiento planetario ha disminuido abruptamente en los tres últimos años. En los Estados Unidos, por ejemplo, el Instituto Pew informó de que el número de americanos que consideraban el calentamiento planetario un problema muy grave había bajado del 44 por ciento en abril de 2008 a sólo el 35 por ciento el pasado mes de octubre. Más recientemente, según las conclusiones de un estudio de la BBC, sólo el 26 por ciento de los británicos creen que “está ocurriendo un cambio climático” debido al hombre, frente al 41 por ciento en noviembre de 2009, y en Alemania la revista Der Spiegel comunicó resultados de una encuesta, según los cuales sólo el 42 por ciento temían el calentamiento planetario, en comparación con el 62 por ciento en 2006.
El miedo puede tener un gran efecto motivador a corto plazo, pero es una base pésima para adoptar decisiones atinadas sobre un problema complicado que requiere el empleo de toda nuestra inteligencia durante un largo período.
Bjørn Lomborg es autor de The Skeptical Environmentalist (“El ecologista escéptico”) y Cool It (“No os acaloréis”), director del Centro de Consenso de Copenhague y profesor adjunto en la Escuela de Administración de Empresas de Copenhague.
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