sábado, febrero 02, 2013

¿Deveras los campesinos quieren seguir siendo campesinos?


Armando Bartra / La Jornada del Campo N°62

El 18 de diciembre fue el Día Internacional del Migrante, y el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi) nos recordó que hemos sido los mayores expulsores de población, que tenemos 12 millones de connacionales –el diez por ciento del total– en el exilio socioeconómico, que en el mundo una de cada 18 personas que viven fuera de su país es mexicana… Sabemos también que aunque se marchan cada día más los urbanos, muchos de nuestros trasterrados fueron antes campesinos.
Es verdad que en los años recientes el flujo de los que se van disminuyó hasta equilibrarse con el de los que regresan. Pero aun así, los rústicos siguen migrando, tanto a Estados Unidos como a las ciudades. Además, el que ahora viajen menos no consuela, porque lo que enfrío nuestra calentura migratoria fue la recesión gringa y no la prosperidad mexicana, de modo que en cuanto vuelva a haber jale en el gabacho muchos de los jóvenes ahora en stand by agarrarán camino.
Si, como muchos sostienen, el mayor movimiento social del campo mexicano es el movimiento migratorio, algo debiera decirnos esta compulsión peregrina respecto de los deseos profundos y generalizados de los rústicos de por acá, hombres y mujeres de la tierra que, así como están las cosas, hacen todo lo que pueden por abandonarla.
Al preguntarse por las grandes reivindicaciones de una clase como la campesina, lo primero a responder es ¿quiénes nacieron campesinos quieren seguir siéndolo? y, si lo quieren, ¿están dispuestos a luchar por ello? Y cuando el desapego por la vida rústica es seña de identidad de las nuevas generaciones rurales, la respuesta no es nada obvia.
Con todo, yo apuesto a que sí, a que los labriegos –incluyendo a los jóvenes– quisieran seguir siendo campesinos… siempre y cuando ser campesino ya no fuera cárcel y condena; siempre y cuando mejoraran significativamente las condiciones de vida en el agro o, cuando menos, hubiera expectativas de cambio creíbles, esperanzadoras, en lugar del siniestro porvenir que hoy les aguarda.
Para decirlo claramente: los campesinos quisieran seguir siendo hombres y mujeres de la tierra, pero definitivamente no en las condiciones en que hasta ahora lo han sido. Lo digo enfáticamente, los campesinos mexicanos quieren vivir mejor. Y si a los lectores de filiación pachamámica les disgusta la fórmula, digamos que quieren vivir bien… lo que, quieras que no, significa vivir mejor que como hoy viven. Aspiración que –a diferencia de los que buscan a toda costa ascender en el Sistema Nacional de Investigadores– no significa que los rústicos se hayan adoptado la ideología del progresismo capitalista.
Si hace cien años hubiésemos preguntado qué querían los campesinos mexicanos, la respuesta hubiera sido: tierra y libertad, es decir la recuperación de los campos que habían sido suyos, para vivir dignamente de trabajarlos, y el derecho a un autogobierno comunitario libre de jefes políticos. Si lo preguntáramos hoy, seguramente algunos de los bienpensantes que hablan por ellos dirían que quieren soberanía alimentaria, preservación del medio ambiente y dominio sobre sus territorios. Yo no lo creo. Hace un siglo los rústicos tomaban las armas para que la tierra perteneciera al que la trabaja y las comunidades fueran libres, ¿moviliza hoy a las mayorías rurales la lucha por producir alimentos, defender a la naturaleza y preservar sus espacios? Me temo que no.
No me malinterpreten. Estoy convencido de que la soberanía alimentaria, el aprovechamiento sustentable de los recursos y la defensa de los territorios, son estrategias justas, y de que habemos muchos, muchísimos, que las reivindicamos, incluyendo este suplemento. Pero aun así me parece que no son lo que antes llamábamos las “demandas más sentidas” de los rústicos, las exigencias que aquí y ahora son capaces de movilizarlos a todos o cuando menos a la mayoría.
Dónde queda como bandera rural la soberanía alimentaria, cuando varios millones de los presuntos productores de alimentos se han marchado del campo, unos a las ciudades y otros a Estados Unidos, y muchos de los quedados sólo esperan que allá acabe la recesión para escapar.
Dónde queda como demanda compartida la agroecología, cuando la competencia con productos chatarra baratos desalienta el empleo de técnicas sustentables pero caras, laboriosas y menos “eficientes”, y cuando la migración –que se lleva mano de obra y trae dólares– induce a sustituir trabajo por insumos de fábrica.
Dónde queda como reivindicación generalizada la defensa del territorio, cuando de los 26 millones de hectáreas de tierras cultivables 12 millones están abandonadas, principalmente por la migración y la poca rentabilidad.
Los campesinos organizan ferias del maíz y bancos de semillas criollas, y desde hace años hay una campaña permanente por la soberanía alimentaria llamada Sin Maíz no hay País, que ha movilizado a cientos de miles de personas. Pero esto no significa que la producción campesina de alimentos para abastecer a México sea la reivindicación rural por excelencia.
Algunos pequeños productores están revalorando las viejas prácticas de cultivo y exploran alternativas novedosas inspiradas en el ancestral paradigma de la milpa. Pero el que hoy todos los campesinos tengan –o se inventen– un abuelo que levantaba buenas cosechas sin tanta química no quiere decir que la agroecología sea una exigencia masiva y que entre los rústicos el paquete tecnológico de la revolución verde esté en franca retirada.
En los años recientes decenas de miles de pobladores se han organizado para evitar que presas, carreteras, parques eólicos, desarrollos turísticos y explotaciones mineras los expulsen de sus territorios, y dado que la codicia de los capitales es insaciable, es de suponer que la resistencia continuará. Pero esto no equivale a que la defensa del hábitat ancestral sea la consigna unificadora de los pobladores rurales, porque de poco sirve haber evitado el despojo si no puedes vivir dignamente en el territorio preservado y –para poner un ejemplo– los guerrerenses que lucharon por evitar la construcción del embalse La Parota hoy están en un combate aún más difícil por promover el desarrollo en la cuenca pues, con presa o sin presa, la gente se va…
Para los mexicanos y el país, es de primera necesidad la recuperación productiva de la agricultura y en particular del sector de alimentos básicos, es urgente sustituir las prácticas ecocidas por otras amables con el medio ambiente y es de vida o muerte detener la predadora privatización de territorios y recursos. Pero no hagamos de estas grandes causas comunes las responsabilidades y banderas unificadoras de los hombres y las mujeres del campo, campesinos que participando –como todos– de las prioridades nacionales, probablemente han definido también prioridades propias, pues tienen pendientes y urgencias específicas.
Y la primera, me parece a mí, es achicar la abismal disparidad entre ciudad y campo, reconocer –en serio– el derecho de los rústicos a tener los mismos derechos, servicios y oportunidades de los que, bien que mal, disponemos los urbanos. Y no estoy pensando en OXOs, sino en respeto, justicia, seguridad, dignidad… pero también agua potable, electricidad, vías de comunicación, escuelas, clínicas... Porque, ¿con qué derecho les decimos a los campesinos que deben alimentar al país, preservar a la naturaleza que nos cobija a todos y defender el territorio nacional de sus depredadores, si vivir en el campo es una maldición?
Lo que necesitan las comunidades son “escuelas, centros de salud, drenaje, agua potable”, dijo la chiapaneca Virginia Pérez, una de los transterrados que compareció en el Senado, con motivo del Día Internacional de Migrante. “Pedimos que construyan escuelas”, reclamó Mateo, otro chiapaneco del mismo grupo. Y continuó “Yo no estudié más que la primaria y tenía que caminar todos los días dos horas y media para llegar a la escuela”. “Tuve que migrar a Estados Unidos para tener mejor calidad de vida”, dijo en el mismo evento Raúl Atilano, de Tlaxcala.
Los otomíes de Texcatepec, de los que hablo en el editorial de este Suplemento, consiguieron tierra y libertad: corrieron a los caciques, recuperaron el territorio, gobernaron 15 años seguidos su municipio y sus milpas les dan de comer. Sin embargo se van a Nueva York y algunos piensan vender sus parcelas. A ellos las fórmulas: soberanía alimentaria, preservación del medio ambiente y defensa del territorio, les dicen menos que a nosotros. Hoy por hoy su problema mayor es de calidad de vida y falta de futuro para los jóvenes. Porque –es un ejemplo– si vives en Pericón y te enfermas de algo leve chance y te alivies con la curandera o con las medicinas del botiquín, y si es una dolencia más complicada quizá la compañera responsable de salud del equipo de los jesuitas te pueda llevar a que te atiendan en Poza Rica, pero si tienes una enfermedad crónico degenerativa… mejor muérete en casa y pronto, porque atenderte en un hospital es demasiado caro. Y qué decir de los pueblos serranos –no diré nombres– donde mandan las mujeres porque los hombres se fueron y los viejos que quedan se la pasan borrachos… Esto no es “feminización” y “envejecimiento”, esto son chingaderas.
Más que la explotación laboral y el saqueo de sus recursos, lo que jode y aleja de la tierra a los campesinos es la exclusión: el que ni su producción, ni su trabajo, ni su vida valgan para un carajo; el que sean una excrecencia, un molesto estorbo; hombres y mujeres prescindibles, redundantes, sobrantes. Y la exclusión es peor en los jóvenes a quienes se les robó el futuro.
Para enmendar esta injusticia habrá sin duda que reanimar la agricultura. Pero el campo es mucho más que el sector agropecuario de la producción. Así como a nadie se le ocurre que para hacer vivibles las ciudades basta con fomentar las actividades económicas que ahí se ubican, pues es evidente que el desarrollo urbano incluye vivienda, transporte, electricidad, abasto, agua potable, drenaje, escuelas, salud, parques, deporte, seguridad pública, conectividad, cultura…, nadie debiera sostener –ni siquiera por omisión– que con fomentar la producción agropecuaria se desarrolla el campo.
Cierto, la calidad de vida rural requiere soporte productivo, y sin crecimiento económico ambientalmente sano, redistributivo y en los rubros socialmente necesarios, la deseable equidad para el campo no sería sostenible. Pero también es verdad que si no mejoran pronto los servicios rurales, lo que en poco tiempo no habrá son campesinos.
Después de la reconversión neoliberal de Salinas, debiéramos saber que en las condiciones de mercado que prevalecen es suicida para los pequeños agricultores apostar a la competitividad como vía única de emancipación. “¿No querían que los tratáramos como productores y no como pobres? –dijo el tecnócrata–. Pues no se quejen y pónganse a producir. Y si fracasan es que de plano merecían ser pobres”. “¡Sí, Chucha!”, dijo el otro.
El Día Internacional del Migrante, los mexicanos de la diáspora reivindicaron el derecho a no emigrar; el derecho a quedarse en su terruño, a permanecer en su país; el derecho a que cambiar de horizontes sea vocacional y no compulsivo. Y esto se traduce en el derecho a una vida digna y esperanzadora en los lugares de origen de los peregrinos. Mientras este derecho no se haga efectivo, las nuevas generaciones seguirán desertando. Y si los jóvenes se van, convocar a la soberanía alimentaria, la preservación de la naturaleza y la defensa del territorio será –literalmente– predicar en el desierto. Un pacto nuevo y más justo entre la ciudad y el campo es lo que reclaman los campesinos. Lo demás importa, pero vendrá por añadidura.

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