La Jornada, 15 de marzo de 2013, Víctor M. Quintana:
A quienes quieren refundirlos en la sierra, las comunidades rarámuris y odamis les responden yendo a bailar a Chihuahua y a denunciar a Wahington. Ayer, jueves 14, un grupo de cuatro indígenas, dos hombres y dos mujeres, en representación de las comunidades de Huitosachi, Bakajípare y Mogótavo, del municipio de Urique, así como Choreachi, Coloradas de la Virgen y Mala Noche, del municipio de Guadalupe y Calvo, compareció ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para denunciar la falta de reconocimiento jurídico de sus comunidades, que provoca que sean excluidas de las decisiones y del acceso a los recursos naturales del lugar que han habitado desde tiempos ancestrales.
Antes, el primero de marzo los rarámuris de Bakéachi cultivaron la memoria haciéndose presentes en la ciudad de Chihuahua. Ese día, hace 85 años, el gobierno federal les otorgó el reconocimiento jurídico como comunidad. El mismo día, pero en 2010, fue asesinado Ernesto Rábago, asesor de la comunidad, junto con su compañera, la abogada Estela Ángeles Mondragón, y todo el equipo de la asociación Bowerasa.
Los bakéachis, a diferencia de las comunidades que comparecieron en Wahington, sí son reconocidos como comunidad, pero de poco les ha valido. Desde los años 20 del siglo pasado contaban ya los periódicos de sus revueltas por defender su tierra. Les incrustaron mestizos en ella, quienes incluso construyeron viviendas y corrales en la zona sagrada de sus fiestas. Los ganaderos de Nonoava les fueron llenando de reses sus pastizales y sus precarios bosques. Pero nunca se dejaron los bakéachis; gastaron lo que no tenían en viajes a Chihuahua y a México, en trámites que sólo su paciencia telúrica puede aguantar. Pero desde los años 90 –ya lo hemos contado en este espacio– reforzaron su lucha con el apoyo de Estela, Ernesto y los padres de la misión de Carichí. Ganaron 23 juicios agrarios y lograron la recuperación de 11 mil hectáreas y el raleo del ganado invasor. Los bakéachis y sus asesores resistieron solitarios muchos años, pero van dos primeros de marzo que vienen a acompañarlos los de Wawatzérare-Bakuséachi, los de Chinéachi, los de Narárachi (el lugar donde lloraron los apaches), del municipio de Carichí. Participan en la misa presidida por el obispo de la Tarahumara y los padres solidarios con ellos, cantan, oran y bailan juntos en el templo y en la plaza, frente al palacio de gobierno.
Mucho más complicada es la situación para las comunidades en pie de los municipios de Urique y Guadalupe y Calvo. Al negarles su reconocimiento como tales les niegan también su derecho a decidir sobre el destino de sus territorios, de su bosque, de sus recursos naturales. Los talabosques, las empresas turísticas y mineras, vienen a explotar sus recursos y a contaminarles su medio ambiente. Además de esto exponen en Wahington sus demandas que tiene que ver con servicios de salud deficientes o nulos, falta de acceso al agua para el servicio doméstico y el consumo humano, falta de escuelas adecuadas a la cultura de las comunidades, contaminación a causa de basura que desechan los hoteles, así como los que desecha el turismo, principalmente en el proyecto del Divisadero. Los apoyan las organizaciones no gubernamentales Consultoría Técnica Comunitaria, Alianza Sierra Madre y Tierra Nativa.
Así como la indignación se fue contagiando por todos los países que clamaban por democracia en el norte de África, o entre los jóvenes que denunciaban el desastre social provocado por el capitalismo financiero, lo mismo en la plaza Tahrir que en Madrid o en Wall Street, la justa rabia indígena se va contagiando de comunidad en comunidad. Es este caminar lo que ha conquistado a otras comunidades indígenas o, como diría Manuel Castells, lo que ha ido generando en esta sierra nuevas redes de resistencia y cambio social.
Si a estas comunidades el capitalismo de todas las fases les ha negado la movilidad social, mínimo logro de las democracias occidentales, ellas se han procurado, como señala Zygmunt Bauman, la movilidad de las identidades. La identidad que otros les asignaron de excluidos, discriminados, resignados, comunidades como las de Bakéachi, Coloradas de la Virgen o Mogotavo las han dejado atrás, para darse ellos mismos una nueva identidad de indignados, de sujetos, de gentes que se ponen en camino (Bowerasa). Por eso contagian, convocan. Cuando ellos se ponen de pie y echan a andar suscitan adhesiones a esa nueva identidad, su fuerza hace la unión. La nueva identidad la construyen reafirmando sus derechos. Y es una identidad que estorba, que molesta.
Así como los jóvenes indignados han combinado su activismo en las redes sociales con la construcción de un nuevo espacio público, físico, en los lugares públicos que ocupan por todo el mundo, así las comunidades indígenas que luchan por defender su tierra, su territorio, sus recursos contra ganaderos, contra trasnacionales mineras, contra compañías de energía eólica, van construyendo también un nuevo espacio público con sus luchas. Está, por una parte, en sus cerros, en sus barrancas, en sus desiertos y en sus montes; pero también en las plazas, en las calles, en las carreteras, en las planas de los periódicos y en los bites en donde difunden su identidad reconstruida, tan vieja y tan nueva al mismo tiempo. Su decisión indeclinable de ser sujetos y nunca más objetos.
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